Hoy leí una noticia que contaba que Didac Costa, navegaba al lado de Pip Hare, una de mis seis navegantes favoritas que participan en la Vendée Globe. Ambos persiguen la primera de las muchas tormentas que encontrarán en esa vuelta al mundo en solitario, sin escalas y sin ayudas. Lo contaban en sus diarios de a bordo y al leerlos, imaginé los dos barcos juntos en el infinito azul, y reviví preciosos recuerdos.
Qué reconfortante sentirte acompañado en la soledad del océano, aún cuando tu compañía es a la vez tu rival en la regata. Uno de los privilegios de atravesar un océano es sentirte único. Tú sólo en la inmensidad del mar, pero navegar con un vecino también tiene su atractivo.
Cuando dos o más barcos navegan juntos, se dice que van en conserva. Nunca entendí realmente el porqué de esta expresión. Al escucharla, lo que me evocaba la idea, era una lata de sardinas. Hasta que lo experimenté.
Este tipo de navegación comenzó en la época de la ruta de las especias, para proteger a los galeones llenos de tesoros, del ataque de los piratas. Dicen que fue una buena solución y que se perdieron más riquezas a causa de la meteorología que de la piratería. La única desventaja es que había que ir al ritmo que marcaba el barco más lento.
Avelino Bassols en su libro “El Andorra, entre alisios y tifones” en el que cuenta su vuelta al mundo, habla de su experiencia de navegación en compañía de otro barco:
“ El Nova Vida nos sigue sin despegarse de nosotros. Quizás un día escriba un libro sobre como los yates pueden navegar en conserva. No nos separamos más de media milla y a veces vamos casi pegados y nos hablamos a viva voz.
Otras veces charlamos a través de la radio, y tienes la seguridad de que si a uno le pasa algo, el otro podrá ayudarlo”. Fueron en convoy una gran parte de su viaje a bordo del Principado de Andorra y en su libro, narra muchas de las aventuras que les brindó esta experiencia.
Nunca llegó a escribir específicamente sobre este tipo de navegación, pero su barco si volvió a ir en conserva a través del Atlántico. En nuestro segundo viaje al Caribe, con el Trotamar III, el que fuera el Principado de Andorra, encontramos en Tenerife a unos navegantes a los que solo conocíamos virtualmente.
Habían comprado el barco en Grecia y después de una difícil travesía hasta Gibraltar, estaban un poco desanimados. Conectaron con nosotros a raíz de un artículo que publicamos en una revista alemana titulado “El cruce Atlántico con un niño a bordo”.
Viajaban con su hijo de 10 años y querían conocer nuestra experiencia. Cuando casualmente los encontramos en Canarias, habían decidido volver al continente, pero nuestros hijos, de la misma edad, se hicieron inseparables. Después de varios días juntos compartiendo conversaciones e historias de mar, se contagiaron de las ganas de aventura y se lanzaron a cruzar el océano con nosotros.
Entonces entendí que “navegar en conserva” significa saber mantener la distancia constante para preservar la compañía y para protegerse uno al otro, y que si lo consigues, el resultado es una amistad que se conserva siempre. Es fácil. Solo hay que reducir o abrir un poco las velas para conseguir un mismo ritmo.
Nos costó perdernos dos veces hasta cogerle el truco, pero lo aprendimos enseguida, y ajustando el rumbo, apenas una o dos veces al día, conseguíamos navegar siempre con nuestra escolta a la vista. Una vez incluso recorrimos varias millas contra el viento, para comprobar que todo iba bien a bordo de nuestro vecino. Claro está, que aunque seas más rápido, no has de tener prisa en llegar.
Navegar en conserva es un proceso similar al cuidado de una buena amistad. Vivimos preciosos momentos los dos barcos juntos cruzando el océano. Avistamos delfines entre un barco y otro, saltando desde las crestas de las olas plateadas. Nos acercábamos lo suficiente para poder comunicarnos a gritos y disfrutábamos fotografiando las velas blancas de nuestro vecino escondiéndose entre las olas.
En la travesía éramos una tripulación de cinco personas: nosotros dos con nuestra hija, una sobrina y una amiga. Como siempre mayoría de mujeres a bordo del Trotamar III. Ellos eran tres: el capitán, su mujer y su hijo. Los niños se comunicaban por radio: jugaban, hacían los deberes juntos y resolvían problemas matemáticos para averiguar la posición y la distancia entre los dos barcos.
Cuando se hacía de noche y la altura de las olas no permitía la comunicación con linternas, pasaban largas horas enviándose mensajes en morse hablado: pi piiiii, pi pi, pi piii, pi pi, pi pi piii, era el sonido interminable. Inventamos la “Radio Trotamar, ¡siempre contigo!» que emitía cada noche, entre risas y bromas, las noticias del día de estos dos veleros que cruzan lentamente este océano de aventuras, y las nuevas canciones compuestas a bordo.
Era un momento mágico y esperado por las dos tripulaciones. Generaba optimismo en momentos difíciles y diversión en los buenos. Vivimos una situación en la que quedó demostrado que la navegación en conserva puede ser realmente útil.
En una de mis guardias nocturnas, observé cómo nuestro compañero de viaje desviaba repentinamente su rumbo y se veían las luces de las linternas corriendo nerviosas por cubierta. Se les había soltado la pala del timón de viento. Afortunadamente quedó sujeta por el cabo de seguridad.
Sin el piloto de viento, no quedaría mas solución que llevar el timón a mano, pues el suministro energético, nunca sería suficiente como para tener el piloto automático permanentemente en funcionamiento. Para evitar esta situación planeamos una reparación urgente.
Al amanecer, el capitán con la cabeza debajo del agua fijaría la pala del timón de viento con un pasador. Su mujer le sujetaría por la piernas y el niño estaría firme al timón durante toda la maniobra. Si algo salía mal y cayera al agua, nosotros, que nos acercaríamos todo lo posible por la popa, tendríamos que rescatarle.
Asegurar al capitán con un arnés era demasiado peligroso, pues hubiera golpeado con violencia contra el casco. Las olas de tres metros no facilitaban la operación y pasamos un rato largo de tensión, mucha tensión en ambas tripulaciones, pero el plan afortunadamente funcionó.
El capitán con mucha agua salada en el estómago y alguna que otra magulladura, estaba a salvo y el piloto reparado. Lo mejor de este tipo de navegación es que puedes contar con la ayuda del otro, aunque solo se trate de la seguridad que da sentirte acompañado. También es cierto que no navegas solo con tus problemas, sino también con los de tu compañero, pero son más las ventajas que los inconvenientes.
Así lo expresaba en mi diario de abordo
“Aquí, en altamar, tenemos unos vecinos a los que solo vemos a distancia, desde nuestra ventana del salón de popa, cuando pasean con sus alas blancas por este océano loco. A veces, a pesar de flotar pegaditos, desaparecen detrás de las olas, altas como casas. Nos comunicamos continuamente con ellos, como si tuviéramos un grupo de Whatsapp pero vía radio en el canal 72: «Trotamar Trotamar, aquí Mira» ¿Cómo habéis dormido?. ¿Cómo va todo?…
Se comentan los problemas técnicos, desde cómo arreglar un timón automático, a cómo peleárselas con el wáter de popa que vuelve a estar atascado, como si estuviéramos en un foro de discusión o tomando una caña. Se contrastan los datos meteorológicos y las estrategias de rumbo, y se intercambian recetas de cocina y conversaciones largas y a veces sin sentido.
Somos dos cascarones con ocho corazones, navegando al mismo ritmo, abandonados en esta inmensidad. Es extraño y maravilloso saber que cuando estás solo en la guardia de noche, hay otros dos ojos envueltos en oscuridad vigilando esa nube con forma de cocodrilo que aparece en el horizonte.
Vamos enrollando y desenrollando velas y cambiando rumbos, para acomodar velocidades. Vigilamos distancias, pues no seríamos los primeros que solos en miles de millas a la redonda, chocan en la noche en un despiste. Hemos vivido ya muchas emociones, separados solo por siete olas largas.
Si por algo tengo ganas de llegar, es por ese abrazo de hermanos de mar que nos espera a la llegada.”
¡Y llegamos! Y las redes que se tejieron entre los dos barcos en esos días intensos de travesía, nos llevaron juntos durante los cinco meses que duró nuestro viaje, serpenteando entre las Antillas.
Compartimos los paisajes, las cervezas, los virus y también las clases de matemáticas de nuestro colegio de a bordo. Los chicos aprendieron juntos los misterios de un volcán en la Isla de Montserrat, la filosofía rastafari en Dominica, y muchas otras cosas de la escuela del mar, que les serán útiles toda su vida.
No he llorado más en los últimos años como aquel día cuando vi al Mira alejarse, al amanecer, en un horizonte rosado. Se separaban nuestros rumbos, ellos hacia las islas Vírgenes y nosotros hacia Azores, pero quedó en conserva nuestra amistad inoxidable, protegida en esa lata de láminas invisibles de acero, que se fue forjando durante todas aquellas millas de mar juntos.
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