Hace cuatro años ya, que la vi por primera vez. Estaba postrada sola en la esquina de una nave industrial en la Región de Murcia. Su piel de color gris perla se correspondía totalmente con el transcurrir de muchos meses sin recibir un solo rayo de sol, y su aspecto era un tanto ajado, aunque aún le restaba un cierto halo brillante y atractivo.
Aún no tenía la cubierta unida a su casco de líneas esbeltas y era preciso un vehemente ejercicio de imaginación, para comprender que algún día sería una embarcación que entregaría hasta su alma, si fuese preciso, con tal de surcar las aguas del Mediterráneo con un brío impúdico. Fue aquel día cuando me eligió como su primer armador y yo, entregado, la elegí como primera embarcación.
Hacía años que ansiaba navegar sobre un casco que sintiese como mío. Aquél seis metros me parecía enorme y con grandísimas posibilidades, de modo que me embarqué en su adquisición y me involucré en la finalización de su construcción, inyectándole diversas modificaciones que lo ajustasen a mi proyecto de navegación de altura.
Hasta el mismo día en que su casco se mojó por primera, vez nunca antes había navegado en solitario. Siempre lo había hecho como mínimo formando parte de una tripulación de dos navegantes; sin embargo, ya desde el momento de la compra, supe que no dispondría de compañía habitual para disfrutar de la navegación de una manera continuada y sostenible, de modo que me planteé navegar en solitario.
Así fue como comencé a devorar literatura sobre la materia y a preparar la maniobra de Philyra para este tipo de navegación.
La primera singladura en solitario la recuerdo, aún hoy, con plena intensidad. Debí permanecer al menos media hora, si no más, estudiando el viento y recreando mentalmente la maniobra en la que largaría las amarras.
Primero de popa y luego de proa, para acto seguido, recorrer apresurado los seis metros de eslora y tomar el control del morse en una mano y de la caña en otra. Con la respiración acelerada, el corazón saliéndose por mi pecho, y cercano a vomitar el desayuno debido a la tensión que me atenazaba.
Philyra salió de su punto de atraque con soltura, y durante varias horas navegamos solos ella y yo por el Mar Menor. Antes de regresar al Puerto Deportivo Tomás Maestre, de nuevo con los nervios a flor de piel.
Tenía ya la maniobra preparada en la proa. Ahora tocaba entrar a puerto. Embocar el punto con la arrancada justa y saltar al pantalán amarras en mano para hacerlas firmes y regresar a la bañera para tomar las estachas de los muertos por la popa. Al fin, tras completar la maniobra, estrangulé el pequeño Yanmar diésel, que detuvo su ronroneo mientras, exhausto. Me recosté sobre la brazola de estribor y disfruté de mi exiguo éxito con una sonrisa en los labios mientras me servía una cerveza caliente.
La primera de los cientos que disfrutaría sobre la cubierta de ese extraordinario velero que no disponía de nevera.
Si cuando comencé a navegar, siete años atrás, ya con treinta y cuatro años a mis espaldas, alguien me hubiese siquiera insinuado que aprendería lo suficiente como para hacerlo en solitario, jamás le hubiese creído. A pesar de los nervios y la extrema tensión que había supuesto para mí ese pequeño periplo, comprendí cuántas cosas me podrían suceder.
Comprendí también cuánto podría crecer caminando ese pequeño paso. No había vuelta atrás, aquello estaba hecho para mí. Ese sería mi deporte. Sentía una pasión desenfrenada, una curiosidad inmensa y un afán de conquistar pequeñas aventuras. Poco a poco.
Soy un ser social. Me gusta compartir con otras personas momentos placenteros y de relax.
Me gusta charlar, adquirir experiencias y aprender de cada persona. Abrir mis horizontes y despertar expectativas que puedan satisfacer mi ánimo de crecer. No obstante, mi carácter hace que disfrute enormemente de los momentos en solitario.
Me gusta aprovecharlos para abordar pequeños retos que me hagan descubrir nuevas sensaciones, ampliar las ya conocidas, o me ayuden a confiar más en mí mismo y en mis capacidades. En ese sentido creo que de alguna manera, intento equilibrar mi vida social con la soledad bien entendida y mejor escogida.
Cuatro años después de aquella primera vez he recorrido en solitario varios miles de millas, sinceramente, no sé cuántas y tampoco creo que importe.
Con cada amanecer entro en éxtasis cada vez que salgo de la cabina medio adormilado. Toca estudiar el cielo y revisar los partes de meteo antes de arrancar la máquina diésel para que, traqueteando, tome temperatura antes de zarpar.
De manera automática y despreocupada, preparo la maniobra y largo las amarras por orden en función del viento. Hace mucho que mi corazón ya no se desboca, ni que mi garganta siente arcadas por los nervios, y éso contribuye a que la sensación de placer y felicidad se intensifiquen.
Maniobro para salir del amarre y, aunque no puedo verme, sé que mis ojos brillan. Sé que mi boca muestra una amplia sonrisa mientras tomo arrancada. Comienzo a navegar lentamente recorriendo las dársenas, hasta que alcanzo a ver las farolas de la bocana.
En todo este tiempo no he sido capaz de describir a otras personas todas las sensaciones que me produce la navegación en solitario. Por supuesto, me ha hecho crecer, adquirir una confianza en mí mismo y en las capacidades adquiridas.
Me relaja y me hace olvidar cualquier preocupación existencial. La navegación hace que me centre y que adopte una visión positiva del mundo. Me conecta con la naturaleza y con la mar. Con un universo del que no tengo control, pero en el que ahora, sé que soy capaz de gestionarme y sobrevivir en circunstancias muy adversas. Ahora las disfruto:
Cruzar el Golfo de León en plena DANA a bordo de un pequeño casco de seis metros, día y noche, solicitando partes de meteo al único mercante que vi en horas.
Tener la suerte de ver tres delfines que surfean una ola de cuatro metros a una escasa hora antes de la puesta de sol, de camino a casa.
Atravesar la colisión de dos depresiones frente a Anzio rodeado por varias mangas marinas, embarcando agua hasta casi el límite de la caña de las botas, con todos los rizos tomados y la regala en el agua. Diluviando hasta el punto de no alcanzar a ver la proa a cinco metros de tu puesto de gobierno.
Y hacer todo eso con ilusión, con anticipación y planificación, con cientos de millas y varios días a la espalda, porque quieres y porque sabes que puedes, porque aprendiste a navegar con mala mar para poder hacer esto y más, porque confías en tu barco y en tus fuerzas.
Cuando todo eso te pasa por encima y lo miras al fin, a unos cables por tu popa, reír como un poseso. Golpear la cubierta con la mano y gritar ¡toma ya! (entre otras cosas que es mejor no escribir).
Cuando navego de noche todo se magnifica. Mejor cuanto más oscura es la noche. Esas de luna nueva en las que la Vía Láctea se muestra como una blanca estela sobre un firmamento negro como la boca de un lobo.
Disfruto de la tenue luz de las estrellas que me permiten distinguir, con las pupilas increíblemente abiertas, todo lo que hay a mi alrededor. Nada me produce mayor placer que navegar en las estrelladas noches de otoño sobre las olas rompientes de espuma del Mediterráneo.
Sentir mi casco mientras surca las aguas y mi cuerpo siente la mar que llega desde las tinieblas. Notar como levanta el casco bajo mis pies y sentir su potencia al impactar en la pala del timón. Mi retina retiene las miles de horas navegadas en solitario a bordo de Philyra durante aquel crucero de tres meses.
Durante ese tiempo, dejé todo atrás abrazando las guardias nocturnas que atraían la extenuación, las visiones y los sonidos inexistentes, fruto del cansancio. Todo ello ha echo que, lejos de separarme de la mar, comprendiese que éste es mi lugar en el mundo.
Es por eso, que a mi regreso, adquirí el velero en el que a día de hoy vivo y navego. Quizá ésa sea la máxima enseñanza que me ha proporcionado la navegación en solitario: una vida diferente es posible. Que puedo elegir mi destino siempre y cuando me lo proponga y esté dispuesto a luchar por ello.
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